Hace veinte años caminabamos por el boulevard de Sabana Grande con un colega científico. El colega venía del extranjero a dictar un curso en la Universidad Simón Bolívar. Como no hablaba español conversabamos en inglés.
En la boca de un pasaje un cieguito tocaba música en un acordeón de juguete. A sus pies unas pocas monedas yacían en el fondo de una lata vieja. Cuando nos escuchó hablar en inglés se emocionó y empezó a tocar más rápido y fuerte.
“Dólares”, debe haber pensado.
El colega extranjero hablaba con efusividad, estimulado por el bullicio del boulevard. Lo tomé del brazo y nos detuvimos frente a la lata de monedas. La expectativa iluminaba el rostro del cieguito. Pero el colega extranjero, más bien pichirre, no captaba la sugerencia. Y hablaba y hablaba. El semblante del cieguito comenzó a oscurecerse, así que saqué una generosa porción de billetes de mi bolsillo y se los entregué. El cieguito los palpó y sonrió, satisfecho.
Mi amigo siguió hablando, impermeable al episodio. Mas adelante compró unas joyas baratas para su esposa.
Quizás la controversia que ha generado la Misión Ciencia no es tan filosófica. A lo mejor es un asunto de darle algo al cieguito.
Y de no olvidar que en este país cieguitos somos todos.
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