Racionalidad de una cultura mágica
Al restaurante
donde esperaba
por una empanada de carne mechada
llegó un muchacho,
gesticulando
gestos oscuros.
Se sentó en la silla
de una mesa al lado
y algo murmuró.
Del pote de la basura
plástico un vaso sacó
y de batido de mango
se bebió los dos dedos
que quedaban en él.
Hay hambre,
pensé,
se movió
mi sosiego.
El sabroso café
que a la mitad quedaba
en mi taza de peltre
me miró
regañó.
—¡Agarrado!
Sentí luto
pero con luto y todo
le ofrecí
el café.
—¡Gracias jefe!
Y un contento
iluminó su cara. Una señora
de la cocina, en el fondo, salió
con mi empanada de carne mechada.
Con preocupación miró al muchacho.
—¿Qué deseas?
—preguntó.
—Un cuchillo,
para picar el ruedo de mis pantalones,
son muy largos.
—Un cuchillo,
—ella dijo—
picas el ruedo
con un cuchillo
y la tela se romperá.
Necesitas una tijera.
—Pero tengo que picarlos.
—Y yo no tengo tijera.
—Pero tengo que picarlos.
—Necesitas
una hojilla.
Ya yo vengo.
La señora se metió
hacia la parte del fondo
del restorán. Volvió luego
con la mitad de una hojilla.
Se la dio.
El muchacho la agarró
y allí comenzó a picar
sus pantalones,
con pericia inesperada.
Mordí mi empanada
de carne mechada.
Y mordí alborozo.
El muchacho terminó
de picar sus pantalones.
Admiró su producción.
Se levantó,
las gracias dio
y se marchó.
La señora me miró
—Tremendo loco —me dijo.
—Loco y todo, resolvió.
Este intercambio, pensé,
un hecho de economía,
más de microeconomía,
tendría que haber ocurrido
en algún indestructible planeta.
Vivo en un indestructible planeta.