La muerte es la más importante de las transiciones que marcan el discurrir de la vida. Ocurre en tres planos.
El primero es el de la conciencia de quien fallece ¿cesa la existencia espiritual? Algunos pensamos que sí. Otros, quizás son mayoría, piensan que el alma es inmortal, que en el momento de la muerte simplemente cambia de modo de existir.
El segundo es el del cuerpo físico, que cesa de funcionar, se descompone y se desintegra.
El tercer plano es el social, el que involucra a quienes nos sobreviven. La muerte impone a los deudos una ausencia terrible. Aceptar esta ausencia trasciende lo racional, requiere necesariamente invocar lo sagrado.
Lo sagrado se hace concreto en el papel que una sociedad asigna a sus muertos. En la sala de mi bisabuelo, por ejemplo, colgaban las fotos de la difunta Pagua, el difunto Sinforoso, la difunta Genoveva. Ellos, nuestros ancestros, nos acompañaban. Protegían nuestros sueños infantiles.
Lo sagrado siempre se invoca en el tratamiento del cadáver: en el lavarlo, vestirlo, cargarlo en hombros hasta el cementerio. Es tan sagrado el cuerpo que un cierto criterio antropológico define como humanos a los primeros homínidos que enterraron a sus muertos y cubrieron sus tumbas de flores.
El editor de un diario que algún día fue referente para los venezolanos profanó los cuerpos de compatriotas cuyas vidas fueron arrebatadas por la inaceptable y vergonzosa violencia que nos azota. Hizo lo mismo un anciano dirigente político, que en su juventud fue icono de la política de izquierda.
¿Qué terribles demonios invadieron el espíritu de estos dos venezolanos? No lo sabemos, no queremos saberlo. Nuestra venezolana solidaridad nos llama en todo caso a compadecerlos.
La política es necesariamente una lucha, es agónica. Pero es un error permitir que el antagonismo político usurpe el lugar de lo más sagrado, que es la vida misma.
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